No puedo evitar mirarlo. No está mal que lo mire, pero quizás no debería mirarlo tanto, o no debería mirarlo así. Pasa que no puedo evitarlo. Mirar como se aleja, los hombros bien torneados, la cintura estrecha... y esa cola que dan ganas de palmear y morder al mismo tiempo, clavadas las uñas en los glúteos.
Y cuando se acerca. Ahí es jodido, porque se nota, se recontra nota, que miro donde no debo mirar: sus pectorales marcados en la remera, que esta ajustada lo indispensable para intuir un vientre plano, los huesos en las caderas asomando, la comba del vientre que baja, se mete en el pantalón, y entonces, Dios mio, tiene un joggin, esos pantalones que te dejan adivinar demasiado. Y adivino bien, como para agitarme el resto de la noche.
Pero lo peor, lo peor, es que se acerca, te sonríe de esa forma que algunos hombres tienen, que te da ganas de desabrocharte el corpiño (y el resto que tengas abrochado). Y después de la sonrisa, sus manos sobre mi cuerpo, enormes, calientes, esas que queres que te desabrochen. Y me abraza. Sus brazos alrededor mío y yo aprovecho, acaricio su espalda, sus omóplatos, la columna vertebral hundida entre los músculos dorsales. Y mientras siento su aliento sobre mi cuello, el perfume a pino (Juraría que es el Colbert) me envuelve, me droga, me hace sentir algo muy lejano, me vuelve una niña en verano, cierto edipo quizás, pero no. Porque sé que ahora lo aprieto contra mí, apenas un poco mas de lo necesario. Mi pecho sobre su pecho como una roca, firme, pero suave donde puedo dejar todo mi peso. Donde podría, porque no lo hago, no me apoyo, no me dejo caer como quisiera, sobre sus hombros, entre los pinos.
Envuelta en el perfume, en su calor, ahí no me importa nada. Ni como lo miré antes, ni si nos miran ahora. Porque sé que entre sus brazos, hay miles de posibilidades. Porque quiero estar atenta a todo lo que me diga su cuerpo. Porque puede pasar cualquier cosa, en esos cinco minutos que tengo, antes de que se desarme el abrazo y se disipe la magia.
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