El recorrido es largo. Primero colectivo. Después, subterráneo. Pero cuando estoy bajando para el subte me choco una vieja loca. Y cuando ya la perdí de vista, me doy cuenta que me quitó la plata. Por suerte me encuentro con un amigo, no se cuál, que me paga el pasaje. En el subte vamos la SNOB completa, con muchas otras personas. Sentados pero apretados: el subte es muy estrecho.
Las vías salen al exterior y allá vamos, una curva profunda. Cuando me bajo en la estación, veo claramente como un caballo y un perro de tamaño equiparable al equino corren, pasan la autopista, llegan hasta el puente elevado en el que me bajo. El recorrido es largo. Empiezo a caminar. El caballo se desentiende, pero el perro me mira llorando. Es ENORME. Entonces, me subo sobre él. Lo monto, en realidad, me acuesto sobre el animal, brazos y piernas colgando. Pero ojo, al revés: mi cabeza hacia la cola del bicho (una cola enorme y batiente). Pero no es problema, porque el animal se da cuenta y camina, lentamente, hacia atrás.
Atravesamos cientas de casuchas dispersas en la arena de la barda. El camino es en subida. Suenan a lo lejos los cascos del caballo que me sigue. Cuando veo que estoy cerca, me bajo del perro, que corre, libre, feliz, hacia la casa. Una casa enorme, blanca, un híbrido entre lo minimalista y lo colonial. Está trepada en lo mas alto de la barda.
Adentro, está fresco. Afuera el sol pega con fuerza. Dentro de la casa, tiradas en un sillón, algunas primitas postizas (la familia de acá) duermen a pierna suelta. Yo las veo niñas, pero seguro que salieron anoche.
Mi familia está afuera, en un parque que se desliza en pendiente hacia el río. Y no sólo mi familia, está también toda mi familia de acá. Ahora recuerdo: como tantas veces, decidimos pasar las vacaciones juntos, en esa casa enorme, blanca, a orillas del río.
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