Anoche soñé que vivía con C en una ciudad que quedaba en una isla. Una ciudad muy moderna, en una isla que formaba parte de un archipiélago en el Caribe. En la ciudad teníamos unos amigos que en realidad eran adolescentes de unos 17 años mas o menos. Eran tres. Uno pelilargo de gorra, un morocho anónimo y un gordito, bajito, de rulos y remera verde. Al gordito todos lo trataban de che pibe. Nosotros también, pero menos crueles que sus amiguitos.
Decidimos salir todos en bote a pasear por el mar del archipiélago. El gordito consigue el bote, y mientras nos esperan, los tres zánganos se dedican a sacarles fotos con una cámara digital a unas pibas que están en una pileta.
delante, en medio de nosotros dos, para que cebe mate. Salimos con el bote, no se si a remo o a motor. El sol deslumbra, hace calor, el mar es una sábana. Las islas Los retamos, nos reímos de ellos cuando llegamos. C pone a los dos flacos atrás y al gorditoestán salpicadas por todo el mar, enormes masas marrón-verdosas.
En eso, cerca del bote, vemos pasar un jarrón blanco que flota. En el interior las flores, dalias, margaritas, crisantemos. Coloridas pero sencillas, como son esas flores. Son un mensaje. En la isla mas cercana, como un paisaje bucólico, una mesa, sillas blancas de metal repujado, el mantel ondea al ritmo de la brisa. Un servicio de té sobre el mantel. Me tiro al agua y trato de nadar hasta el jarrón, pero C me detiene antes de que las agarre. Me grita que mire. Y veo. A lo lejos, en un yate que viene a todo motor, la mujer a la que estaba destinado el mensaje. Rubia y alta, en bikini sobre la cubierta, el pelo ondulado le hace de capa ondulada al viento.
Y C que me señala hacia el otro punto del horizonte. Entre las islas, veloz y negro como un abejorro, el helicóptero se acerca, amaga con detenerse pero no. Atrás, las avionetas, de blanco impecable, veloces, precisas, cazan al helicóptero. Lo persiguen hasta la ciudad que dejamos atrás y ahí, entre los rascacielos, lo balean, lo destrozan. La tripulación logra escapar, menos el piloto, que envuelto en llamas, caer en la caparazón negra.
Volvemos a nuestro hogar. Allí nos enteramos que el piloto, aquel que organizaba una tarde romántica en su propia isla con la mujer que amaba, muerto en plena ciudad, era amigo de C. Dejó un niño en nuestra isla, y nos apresuramos a adoptarlo como propio. Menos de un metro de piel tostada por el sol, ojos azul-increible y una mata de pelo lacio y castaño, lavado por la sal del mar. Inunda la casa con su alegría y sus demandas. El departamento moderno, en la ciudad moderna, no es para estos niños criados a golpes de sol y de arena.
Pide por su padre, serio. Y serios, le decimos que murió. LA mentecita infantil que rechaza la muerte, la ausencia, sale corriendo al pasillo, se pierde en las escaleras (ahí, en ese momento, pequeño y tembloroso como un cachorrito de gato, otro cachorrito, el de hombre). Antes de correr, sus ojos azul-increíble se inundan de golpe, el puchero trastoca el rostro y uno no sabe si morir de ternura o de dolor.
Hay que buscarlo, capturarlo, abrazarlo. Secarle el rostro furioso, caliente. Hay que acunarlo y despegar del suelo los piecitos fríos. Le explicamos, con C, que la muerte es solo otro lugar. Un lugar que está "mas allá", de donde no se puede volver. Que es como perderse y no encontrar el camino de vuelta. Y sin embargo, quienes están en la muerte, pueden aun mirar y cuidar a los que quieren. No pueden llegar y abrazar y volver, no. Pero cuidan a los que quieren.
Y los ojos azules se velan, se cierran los párpados, y deja de hervir la piel tostada para volver a ser un niño cálido, plácido, dormido oliendo a sal soñando con mar.
Vamos a quedarnos con el niño. Vamos a mandar a buscar a su hermanita, mas pequeña, que quedó sola en la casa enorme. La nana la mete en el avión, y ya llega, toda de rubios rulos.
Suena el despertador.
1 comentario:
Tus suenios son increibles... son realmente un mundo aparte...
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